Apenas la semana pasada, en el marco del Congreso Internacional de Literatura, el Recinto de Arecibo de la Universidad de Puerto Rico le otorgó a Ana Lydia Vega el grado de Doctor Honoris Causa en Letras Humanas. Fue un acto muy emotivo, con la solemnidad que impone el junte de togas, cargado de mensajes con gran sustancia, donde estuvieron presentes un gran número de familiares, amigos y amigas, escritores y escritoras admiradores de la obra de esta escritora nuestra.
Mayra Montero estuvo a cargo del discurso de la ocasión, expresándose contundentemente en torno al rol del escritor en la sociedad, sobre todo en aquella que se encuentra al borde del colapso, en el umbral de un cambio radical que tan fácil podría resultar exitoso como catastrófico. Elogió el siempre activo papel de Ana Lydia Vega en hablar y opinar sobre la situación del país, no sólo en sus obras literarias, donde su mirada aguda indaga en los orígenes del problemática misma, sino también en su obra periodística, donde su mirada aguda toca los temas activos y contemporáneos según se van suscitando. Criticó dura y justamente el papel asumido por un gran número de escritores e intelectuales que rehúyen de asumir posturas en asuntos claves de índole político que son esenciales para la supervivencia económica del país y la viabilidad de la sociedad entera. Escudados tras el manto cómodo de la posmodernidad, esgrimiendo argumentos caducos de los tiempos de las vacas gordas, rechazó la idea de que el escritor puertorriqueño rehúya de asumir posturas críticas ante la crisis social, económica y política que se vive, que permanezca al margen de la controversia, dedicado a los asuntos más elevados de la literatura, asuntos de mayor envergadura, a evitar que sus posturas políticas embarren sus textos, como si la literatura se diera en un abstracto y no fuera en sí un embarre de pura realidad. En momentos críticos, es casi inaceptable empuñar la pluma cada día (o apretar la tecla digamos), pararnos frente a un micrófono o frente a un auditorio, y pretender que nada está ocurriendo allá afuera, que todo transcurre alrededor como miel sobre hojuelas, nos recordó Mayra Montero aquella tarde en el teatro del Recinto de Arecibo, y concuerdo con ella: es tarea básica del escritor opinar.
Ana Lydia, en su turno de agradecimiento por la concesión del grado, aprovechó su enorme destreza literaria para combinar gratitud con narrativa con orgullo arecibeño, y producir un hermoso texto, matizado, desde luego, con la crítica implacable a la colonia, a nuestra inferioridad política, a la bancarrota gubernamental, al final del proyecto social, político y económico en el que nos embarcaron los abuelos, que apoyaron nuestros padres y que nos quebró a los hijos y a los nietos y hasta a los bisnietos, todo con una claridad y una elocuencia envidiables, y envuelto en el tul vaporoso de las carcajadas y las buenas sonrisas, que siempre edulcoran y hacen más tragable la verdad amarga.
Finalizados los actos protocolares, aparecieron por una puerta trasera los miembros del Coro del Recinto de Arecibo de la Universidad de Puerto Rico y, colocados en la parte posterior del auditorio, a nuestras espaldas, allí casi donde es la posición de la consciencia, procedieron a entonar el Lamento borincano de Rafal Hernández. No creo exagerar cuando digo que todos nos sentimos profundamente conmovidos con aquella interpretación del clásico. Y no sólo porque fue hermosamente cantado, sino porque la historia que todos conocemos y que siempre hemos visto como emblemática de ese pasado perdido entre el tiempo y las montañas, ese pretérito arcaico de los tiempos previos al progreso, de pronto revive ante nosotros con una presencia y una vigencia ominosas. Tras la intervención de las dos escritoras, exaltado en todos nosotros el sentido de lo grave e inminente de nuestra situación como país, creo que no hubo uno allí aquella tarde que por un instante no fuera ese jibarito que regresa con la carga sin vender, con los sueños sin realizar, con las esperanzas hechas trizas, ahogado con el amargo desconsuelo de que todos aquellos sueños que se nos vendieron para que aceptáramos la sumisión política de la colonia, todo el progreso y la modernidad que se nos prometió para que fuéramos dóciles, razonables, resultaron promesas vanas e ilusiones perdidas. Hemos sido saqueados por los amos benévolos, y estamos casi de vuelta al comienzo, como el jibarito de Rafael, preguntamos al unísono qué será de Borinquen, mi Dios querido, qué será de mis hijos y de mi hogar.
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