Rusofobia, eurofilia, eurofobia, rusofilia
- Juan Bauzá
- 26 feb
- 3 Min. de lectura

La rusofobia es una vieja tradición europea que se remonta al siglo XIX y que ha llegado hasta nuestros tiempos. Su origen podemos quizás encontrarlo en las guerras napoleónicas, y hasta podría afirmarse que la primera y segunda guerras mundiales tuvieron un fuerte componente de rusofobia.
Quienes conocen y admiran la literatura rusa, en particular la del siglo XIX, saben que una constante de la cultura rusa de entonces (y hasta recientemente) ha sido la gran disyuntiva cultural entre ser ruso o ser europeo. Este dilema está presente en las obras de Gogol, Chéjov, Pushkin, Tolstói y Turgenev particularmente, y desde la perspectiva opuesta, también en las obras de Dostoievski. En Tolstói y Turgenev vemos cómo la clase alta rusa que aspira a ser europea se comunica en francés, que fue el lenguaje de la cultura y la sofisticación en Moscú y San Petersburgo. Ser proeuropeo, tanto entonces como hasta hace poco, era visto en Rusia como ser moderno, aspirar al progreso, al futuro, tener una mirada de largo alcance. En cambio, ser prorruso era ser conservador, retrógrado, religioso, mirar hacia el pasado. Dostoievski fue de estos últimos, colocado a menudo en la perspectiva de los de abajo, de los sufridos, de los que son profundamente rusos en su fe y sus luchas. Veía en Europa el origen del anarquismo y el nihilismo que amenazaba con destruir el alma rusa, dedicándole sus dos últimas grandes novelas, Los demonios y Los hermanos Karamazov, a estos ejes temáticos. Incluso en el arte contemporáneo ruso vemos que este tema pervive. Una de las obras maestras del cine ruso contemporáneo, El arca rusa, lo trata explícitamente.
No obstante, pese a los deseos de la clase dominante rusa de ser europea, el desdén de Europa hacia Rusia y lo ruso ha llegado a su punto culminante en nuestros días. Azuzada por su propia rusofobia arrastrada desde la Guerra Fría, esta rusofobia europea le sirvió muy bien a los propósitos de Estados Unidos, entre ellos provocar la guerra en Ucrania con miras a debilitar a Rusia y evitar su alianza con China, y desindustrializar a Alemania cortando los lazos de gas natural que la unían con Rusia.
Todos estos planes hegemónicos ha tenido importantes repercusiones culturales dentro de Rusia. Las sanciones impuestas por Estados Unidos y sus aliados obligaron a Rusia a expandir sus mercados, buscar nuevos clientes, invertir en sí mismos, recurrir a su propia fortaleza, a su propia inventiva, a sus propios recursos y a su propia forma de ser rusos. El resultado: una alianza con China más firme que nunca, una economía en crecimiento, un fortalecimiento de sus fuerzas armadas y la victoria contundente en la guerra contra Ucrania. El hecho de que incluso la clase adinerada rusa fuera vedada de su eurocentrismo, escupida y vilipendiada por los mismos a quienes veneraban y emulaban, ha tenido el efecto de crear, junto a la cada vez más poderosa clase media rusa, el fenómeno contrario: la rusofilia.
Está de moda ser ruso entre los rusos. Los eventos de estos años han tenido importantes repercusiones en la psiquis colectiva rusa, curándolos de su vieja eurofilia. Aquella dicotomía del pasado entre ser Europa o ser Rusia quedó enterrada en el pasado, sustituida por una especie de eurofobia. La victoria de Rusia es doble. Es el triunfo contra los enemigos externos que la menosprecian e intenta destruirla, y es el triunfo contra su peor enemigo interno, el de su propio sentido de inferioridad ante lo europeo.
Hoy el drama se desmonta. Ucrania ha perdido la guerra, la OTAN se desmorona y los Estados Unidos dan claras señales de abandonar Europa que, como gallina sin cabeza, se aferra a su vieja rusofobia en un último intento por evitar el abandono, sabiendo que sin el Americano no son más que un puñado de viejos imperios inconsecuentes y naciones gruñonas entre sí que no saben convivir sin que un mayor los supervise.

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