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  • Foto del escritorJuan Bauzá

Testigo ocular: Sísifo

Actualizado: 19 mar




A Sísifo lo conocí una noche de verano con brisa mientras rodaba su piedra cuesta arriba de camino a La Perla. Del verdadero Sísifo hablo, no del mítico personaje que pagó con la piedra infinita la afrenta de sus desmanes. Me dicen por ahí que ha muerto. Yo no lo creo. Yo mismo, con estos ojos míos, lo he visto superar obstáculos mayores que la muerte. Y siempre ahí, dispuesto a comenzar de nuevo su faena sempiterna. Fue poco antes de la pandemia que lo vi por última vez.

Se dice que su nombre real era Andrés, porque Sísifo se lo puse yo para mí desde la noche en La Perla en que contemplé de cerca su condena. En cuanto a su historia profunda, permanece en el misterio. Creo que nadie la conocía. Mis fallidos intentos de comunicación con él me hicieron pensar que tal vez fuera también mudo o autista, y aunque no puedo afirmar las causas, era evidente que pagaba un karma, tal vez de una vida anterior a ésta que ahora llevaba.

Para encontrarlo, bastaba con recorrer el Viejo San Juan. Pululaba por sus calles ubicuamente, y por motivos, por supuesto, económicos, principalmente en la zona portuaria y la escalinata de la Catedral. Encontrarlo, por tanto, era sencillo. Con un mero andar sin apuros por los adoquines bastaba, pues todos los caminos conducen a Sísifo, o conducían…

Pero más difícil que encontrarlo a él era él encontrarse a sí mismo, y aunque la ceguera era tal vez su principal condena, su falsa adicción era la pesada piedra. ¿Pero quién se lo decía? ¿Cómo se le explicaba? ¿De qué manera se penetraba en aquella consciencia enclaustrada en el convencimiento de merecer un castigo? Sin apuro, colmado de paciencia, llenaba cada día de monedas su vaso plástico recorriendo los puertos, las callejas, las plazas, camino al tope de la ancestral loma desde donde su piedra, día tras día, lo aplastaba y devolvía, vez tras vez, a la falda de la montaña frente a los puertos.

Tendría unos cuarenta años. Era de pelo canoso y piel negra, de constitución gruesa y, como dije, de visión ciego. Presumo que llevado por la precaución que implica andar y pedir sin ver, su torso, cuyo peso sostenía mediante un bastón de caoba, se había precipitado hacia el frente, quedando su espalda totalmente horizontal, lo cual añadía al sufrimiento de la ceguera un sufrimiento de postura. Verlo nada más era sufrir, sentir en la espalda propia el martirio de él, y en más de una ocasión pensé que algún malvado, con sólo patearle el bastón, le causaría una caída de cara estrepitosa y tal vez mortífera.

Arrastrando con agobio la condena de su ceguera, la torcedura de su espalda y el peso de su adicción falsa, su movimiento era de lapa. Un pie por minuto y tal vez menos. En ocasiones, imagino que cuando realizaba sus mudanzas, arrastraba en una maleta con ruedas su vida entera comprimida; entonces disminuía su avance a pulgadas por minuto. Pero la mayor parte del tiempo sólo le acompañaban su bastón de caoba que lo sostiene y el vaso plástico que lo salva, meneándolo con insistencia maniaca mientras murmuraba un mantra incomprensible.

La noche que lo nombré Sísifo fue por ser testigo no sólo del rodar angustioso de su piedra, y de su esfuerzo asombroso por llevarla hasta la cima, sino también de cómo lo arrastraba cuesta abajo. Me encontraba en amable coloquio con los muchachos, sentado en un murito en medio del bullicio y el caos frente a El Panda, cuando, a través del túnel de la muralla que da acceso al barrio, rompiendo el himen de la línea de vendedores con su lentitud de ciego silencioso, lo vi acercarse hacia donde yo me encontraba y ocupar el murito contiguo al mío. No tuvo que llamar a nadie. Tío Moncho lo vio y salió a su encuentro. Andrés le pasó el dinero y Tío Moncho entró en la casa abandonada. Al rato regresó, fue hasta Andrés y le colocó en la mano los dos diminutos empaques de papel de aluminio color verde. El dinero completo de su día, el fruto entero de su esfuerzo y de su súplica bajo el sol inclemente, apenas comiendo o bebiendo cosa alguna, se resumía en aquellos dos sobrecitos que ahora sostenía entre sus manos y acariciaba con cariño. Tío Moncho me miró, subió los hombros y me hizo un gesto de impotencia, de no estar en sus manos situación tan penosa.

Sin encomendarse a nadie, sin esconderse, sin importarle, sin pedir ayuda, recostando el bastón contra la pared, comenzó el meticuloso proceso de abrir el primero de aquellos sobrecitos. Por los dedos gruesos, las uñas comidas y los movimientos torpes, le costó trabajo hacerlo. Con cautela extrema, transfirió todo el polvito color hueso a la parte chata del dorso de la mano entre el pulgar y el índice. Esta operación, dada su ceguera, era ya de por sí precaria, y en más de una ocasión estuve a punto de intervenir para guiarle la mano que parecía a punto de echar el polvo en el aire. Pero lo logró. Esas distancias, al menos ésas, las tenía medidas en su mente. Sin embargo, no así tenía medidos los vientos, de modo que, en el trayecto de su mano a su nariz, la brisa de la noche se coló y, con un sutil soplido, voló de la mano del ciego todo aquel polvito por el cual tanto había trabajado, llegando a su nariz apenas el residuo de la marca dejada en la piel. Con entusiasmo desesperado lo vi estrujar la nariz contra su mano buscando el polvo fugitivo. Miré a Tío Moncho, quien me devolvió una cara lastimera.

Con el segundo sobrecito ocurrió exactamente lo mismo: justo antes de llegar el polvito a su nariz la brisa malvada se interpuso, robándole el fruto de su esfuerzo y dejándole apenas la sombra donde, desesperado, estrujar la nariz. Eso fue todo. Sin quejas, apenas farfullando unas maldiciones para sí, se puso de pie y comenzó nuevamente su lento peregrinaje, su caída apoteósica desde el tope donde creyó llegar, su regreso a la nada del cero. Lo miré desaparecer convertido ahora en Sísifo, primero entre la multitud, luego por el túnel de la muralla, camino al pie de la montaña. Miré a Tío Moncho, quien lo observó sin variar su expresión lastimera. Era sin duda una tragedia lo que presenciaba, una tragedia del cuerpo y del espíritu difícil que me daba duro en la cara.

“Esto es todas las veces, idéntico,” me dijo Tío Moncho. “Es el único adicto imaginario que conozco. ¿Y qué hace uno con él? ¿Lo ayuda en la labor para que el viento no lo estafe, y lo hace adicto de verdad? ¿O lo deja en el engaño, creyéndoselo, viviéndolo sin serlo?”

Me dicen que Sísifo ha muerto, pero yo no lo creo. Ha de seguir por ahí, en algún lugar, en su perpetuo vivir muriendo.




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