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  • Foto del escritorJuan Bauzá

Testigo ocular (desde mi balcón)

Actualizado: 18 feb

Era casi la media tarde de un domingo pandémico cuando escuché el runrún de la multitud que se aproximaba por la calle. Y más que el runrún, eran más bien gritos, voces exaltadas, volúmenes descomunales, en un inglés apenas comprensible para mí, desde mi balcón. Al asomarme, veo acercarse una masa de gente moviéndose en bloque, todos turistas afroamericanos, apoderados de la calle completa incluidas las aceras, interrumpiendo el tráfico que los seguía como la caravana de un entierro. Caminaban lentamente, sin una preocupación en la vida, desdeñando por completo las bocinas de los carros que pedían paso por la calle, violentando la tranquilidad ya comprometida de los vecinos del Viejo San Juan, gritándose entre sí de forma violenta y para nada amistosa, pero sin mostrar, todavía, la animosidad física de la que después harían alarde.

No obstante, la animosidad verbal era notable, y en aumento, sobre todo de parte de las mujeres, cuyo registro de voz más alto les permitía acaparar el sonido. Su forma de vestir y la constitución física de la mayoría, las pelucas de colores y los calzoncillos expuestos, las camisillas de baloncesto y la lencería fosforescente, todo ello, sumado a la actitud y comportamiento beligerante hacia los demás, era una muestra palpable de lo que es la pobreza, el racismo y la marginación que viven los negros en los Estados Unidos. Aquel grupo, su actitud anti social, su sentido de clan, incluso su falta de cohesión interna, era el vivo ejemplo de todo lo que está mal en el sistema racista gringo.

En su comportamiento como grupo había un empoderamiento, una especie de venganza secreta al tomar la calle y bloquearla, pese a insistencia del tráfico por liberarla, que hablaba de un tipo de proyección, una transferencia del maltrato que reciben en su país por parte de los sectores que se consideran superiores hacia otros a quienes ahora ellos consideran inferiores. Y esos otros, somos nosotros, los puertorriqueños. Esa transferencia del maltrato es un fenómeno común en sociedades o comunidades colonizadas, esclavizadas o discriminadas. También nosotros tenemos nuestra cuota de dicha transferencia en nuestro trato hacia los dominicanos, o en nuestro desdén hacia los latinoamericanos. De todos modos, el desapego total por el interés de los vecinos y la comunidad, la disrupción en la vida de la ciudad porque sí, porque tengo el poder para hacerlo, era la actitud general de aquel grupo.

Lo más curioso de aquel grupote, sin embargo, era que todos parecían conocerse, y no sólo conocerse de aquel viaje, sino de mucho antes, pues la actitud beligerante entre ellos, los gritos, los insultos, hablaba de rencores acumulados. Pareciera que fueran los residentes de dos o tres cuadras de un mismo vecindario marginado de los Estados Unidos, viajando todos juntos, trayendo consigo sus conflictos irresueltos, sus rencillas viejas, sus venganzas sin consumarse. La agresividad que emanaba del grupo era notable, al punto que, de mi tercer piso, la sentí subir como una hiedra veloz por las paredes. Imagino que, a nivel de la calle, los peatones temerían por su seguridad.

Continuaron moviéndose en ánimo cada vez más violento y ahora destructivo, sacudiendo los carros estacionados para activarles las alarmas, virándoles los retrovisores y subiéndoles los wipers. Obviamente, existía un alto nivel de alcohol en aquellas sangres, y quizás de algo más, a juzgar por los ánimos tan pero que tan exaltados, y los gritos tan pero que tan estentóreos, y hasta podía decirse que todos, sin excepción, llevaban un trago en la mano que sorbían con un grueso sorbeto rojo.

La situación fue cobrando gravedad en la medida que uno de los hombres, un grandón él lleno de tatuajes irreconocibles sobre su piel más negra que la tinta del tatuaje, de trenzas, camisilla y chanclas con medias blancas, comenzó a discutir agriamente con un grupo de chicas a la altura de la Iglesia Metodista. Sin respetar la tranquilidad relativa de los vecinos, éstas comenzaron a insultarlo a su vez de forma más vehemente todavía, y él de vuelta a ofenderlas de la manera más sucia posible. Un grupo como de cinco chicas heavy weight, vestidas con tangas que apenas tapaban con mallas de colores digamos que exóticos, las cinco refugiando sus diez piececitos en chanclas peludas como conejos muertos, comenzaron a interpelar y a rodear al muchacho contra una esquina, mientras los ánimos pasaban rápidamente de caldeados a hervidos. La cosa comenzó a adquirir un cariz un tanto ridículo, al punto que dudé si sería una pantomima, si acaso era una cogida de zoquete confeccionada por borrachos, pero me pareció demasiada la coordinación, y tanta la seriedad reflejada en los que, si aquello era en seco, en mojado imaginé que se matarían.

Pero la realidad no la tapaba nadie, y los ánimos genuinamente exaltados, sobre todo las chicas, a quienes, con cada palabra que ponía él, se les multiplicaba la irritación, y más cuando éste, nerviosamente presumo, soltaba una carcajada o intentaba alejarlas con la mano. Pero allí no había reconciliación que valiera, y tuve que aceptar que algo verdaderamente ofensivo tuvo que decirles para que estuvieran en aquel trance tan violento, gritándole y manoteándolo a lo bestia.

Entonces ocurrió el famoso efecto ala de mariposa aquí tormenta allá. Una botella que reventó contra la calle atrás, en la periferia del grupo, repercutió acá, en la esquina donde ocurría la confrontación, resultando en que una de las muchachas, la más corpulenta y también la más agresiva, casi empujada por el sonido de la botella, le zampó un bofetón en plena cara al tipo que acá en el bacón mío lo escuché casi en la mía, torciéndosele violentamente el cuello y enviándole el vaso que sorbía volando por encima de las cabezas, quedándose el pobre infeliz con el sorbeto rojo entre los labios y la cara de estupefacto. Pero no duró tanto la cara, porque en cuestión de segundos ya las otras chicas del grupo, como dije, todas corpulentas, unas cinco ellas, comenzaron a abofetearlo y a darle de puños y patadas salvajes, mientras él intentaba defenderse con los antebrazos, retrocediendo hasta alcanzar la esquina de la entrada de la iglesia metodista. Y allí fue Troya.

A mí, desde mi balcón, me pareció tan violenta y desproporcionada la mano de golpes que le estaban propinando al chico, y tan extraño el hecho de que nadie interviniera, ni los amigos de él ni las amigas de ellas, que me turbó la situación y, de nuevo, pensé que era un teatro, una pantomima, un relajo entre ellos y que sólo ellos entendían. Pero gaznatones son gaznatones, y codazos no son besos, y un rodillazo mal dado te manda para el otro lado. Así que determiné que, en efecto, se trataba de una prendida genuina, donde el chico llevaba la peor parte en aquel momento, y pese a ser más fuerte que ellas como individuo, juntas lo habían reducido a nada, teniendo que ponerse en cuclillas contra la esquina, protegiéndose la cabeza con los brazos mientras ellas descargaban contra él, además de los golpes, todo tipo de insultos del peor tipo.

Entonces, percatándose de que los golpes no surtían el efecto demoledor deseado contra el ya maltrecho individuo, procedieron tres de ellas a voltearse y, al unísono, básicamente exprimirles los culos contra la cara y espachurrarle la cabeza contra la esquina, bailándole salvajemente con la intención obvia de asfixiarlo. Más que culeo, más que culeo extreme, lo que ocurría allí era evidentemente culeo asesino. Cada movimiento de las abusadoras creaba en sus glúteos unas olas de grasa que iba desde las puntas de las caderas hacia el centro, encajándosele entre la quijada y la manzana de Adán al pobre hombre, cuyos movimientos comenzaban a ser espasmódicos. Y fue entonces que lo escuché claritito desde mi balcón.

“I can’t breath!”, gritó a los oídos sordos de las corpulentas mujeres que realizaban la interrupción del proceso de respiración del hombre. “I can’t breath!” gritó de nuevo, entre oleada y oleada de carne asesina, sin que su reclamo, el tan famoso reclamo, calara en el frenesí de las chicas, ensañadas más con cada grito de él, como si lo dijera para fastidiarlas, o para exagerar, o quizás en ánimo de vacilón, pese a que las caras y las actitudes contradecían, como ya mencioné, la posibilidad del vacilón.

“Hey!,” grité desde mi balcón, incapaz de contenerme. “He can’t breath!”

Quizás fuera la sorpresa de la voz nueva exigiendo acción, quizás también fueran las sirenas de la policía municipal que sonaron desde algún punto en ese mismo instante. Fuera por una u otra cosa, el grupo entero se desbandó en un santiamén, incluyendo a las tres criminas de las nalgas asesinas, y al chico mismo también, a quien esperé verlo levantarse tal vez riéndose por ser aquello todo lo que al principio creí, pero a quien los amigos levantaron casi inconsciente, espabilaron con par de bofetadas suaves y arrastraron con ellos calle abajo.

En un segundo todo acabó, quedando en la calle flotando el malestar del caos innecesario, la impotencia del empoderamiento del extranjero en tu tierra. Y, por supuesto, quedando también en el aire la pregunta de qué pudo ocurrir en las mentes de aquellas chicas afroamericanas para que, escuchando tan sonoro reclamo, grito que apenas unos meses antes fuera el último y máximo reclamo contra el racismo en su país, decidieran continuar sin inmutarse con su labor de smothering nalgal contra uno de ellos mismos, y que sólo cayeran en cuanta al ser recordadas por alguien externo a su comunidad, un puertorriqueño, yo en este caso.

Es complejo, sin duda, el asunto racial de los Estados Unidos.


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