Juan Bauzá
LA INSURRECCIÓN DE MIS OBJETOS (1)

Sábado, am
Durante meses juré que era mi torpeza natural, tan mía como decir el pelo que ahora mismo me toco y lo siento, o como decir la piel que me constriñe. No hay piso resbaloso o mojado donde mis pies, sin mi permiso, no quieran deslizarse fuertemente, ni hay vaso mal puesto, botella en filo o vidrio muy fino que mi meñique, mi codo o mi rodilla no quieran tumbar y hacerlos mil añicos contra el suelo. A la hora de comer, el tenedor se convierte en uno de mis grandes enemigos, y no hay instancia en que no se las agencie para dejarme caer en la falda un macarrón embadurnado en queso o un pellejo de pollo en la solapa. No existe pizza, salsa, grasa, flan o chocolate que no esté enamorado de mis camisas, mis pantalones y hasta de mis medias, hasta donde han llegado para besarlas. Apenas me queda pieza de vestir libre de mancha o pantalón sin quemadura de colilla o de changa. Es una tortura diaria con la que sobrevivo y la cual sobrellevo lo mejor que se puede. O más que tortura, la mía es una contienda diaria con los objetos que me rodean en mi casa, de la cual no siempre salgo tan bien parado que digamos. A las mujeres les encanta al principio y les parece de lo más cute, pero con el tiempo se desesperan y cualquier cosita, cualquier torpeza de grado ínfimo, las pone fuera de sí casi como si se tratara de un cataclismo en grado colosal. Sobra decir entonces que esta natural tendencia hacia el conflicto con la materia me tiene casi obligado a vivir solo.
El asunto, sin embargo, es tan evidente ya, que me es imposible seguir negando que, además de esta torpeza, existe una rebelión general de mis pertenencias en contra mía. Al día de hoy desconozco cuáles puedan ser las causas, cuáles las exigencias. Ninguna embajada he recibido que sea explicativa de manera alguna, o sugiera algún requerimiento, o siquiera me dé algún tipo de ultimátum. Peor que pudiera ser el martirio de saber es este limbo de no saber. Me inquieta el chirrido de su silencio. Quizá la lista de exigencias sea tan extensa que, pese a lo prolongado de la sublevación, la siguen confeccionando. Porque así como son muchos los objetos que poseo, muchos serán también sus requerimientos, y si cada uno se empeña en exigir algo, será el cuento de nunca acabar, sobre todo porque cualquier requerimiento seguro involucra a otro objeto igualmente sublevado, lo que causará conflictos y roñas entre ellos. Decir, por ejemplo, que los cuchillos y las tijeras me exijan filo, pidan que se les amole todas las semanas, se quejen de que cortar en las actuales condiciones les resulta un suplicio; o decir que el martillo pida menos moho, más cariño, o la puerta una lijita y de barniz una manita, o que el gremio de los libros se me vire en contra y exija un pañito y un plumero mínimo una vez por mes. ¡Será para que se me vaya la vida entera en esas labores caseras!…
Cosas así son las que imagino me exigirán mis propias pertenencias, conflictivas entre sí algunas de ellas, y otras de amplio consenso general. Pero esta espera que desespera, esta duda que turba, esta sublevación continua y guerra no declarada, me tienen erizado de pies a cabeza todo el santo día y en un estado de nervios que está a punto de enviarme para la clínica. Mi vida se ha convertido en una espera continua o bien de la siguiente agresión de mis objetos de las cuales soy víctima continua desde hace un mesa para acá, o bien de que llegue el envío con todos sus reclamos y exigencias.